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El País, 17.11.99

A la espera. Ariel Dorfman

Desde hace meses me estoy despertando un poco antes de que salga el sol. A las 4.48 de cada mañana, para ser preciso. Es algo que me pasa día a día desde que detuvieron al general Pinochet: automáticamente se me abren los ojos a esa hora insana y prendo la radio en el silencio de mi casa de Carolina del Norte en los Estados Unidos y, sobreponiéndome a las imprecaciones impublicables de mi indignada mujer, espero con ansias el noticiero que la BBC de Londres transmite a las cinco de mi hora norteamericana, diez de la mañana de la hora inglesa. Algún reloj interior compulsivo me exige escuchar la última noticia, tengo que ser el primero en saber el destino del dictador. Y mi obsesión empeora con los días que pasan y se prolongan, con estos malditos y quizás benditos Lores ingleses que van eternizando su decisión, que no anuncian todavía si procede o no la extradición de Pinochet a España, una espera que se estira y se vuelve a estirar.

Hay algo maravilloso en esta espera y también algo malsano, acaso hasta enfermizo.

Empecemos por la maravilla. Qué alegría imaginar a Pinochet escuchando el mismo noticiero que yo sintonizo, pensarlo encerrado, levantando la mirada y viendo el prado tan británico y tan frígido de su mansión en las afueras de Londres, saber a Pinochet escarnecido por el planeta entero, Pinochet en manos de una justicia que él despreció siempre, pidiendo para sí garantías que él nunca concedió a ni una de sus víctimas. Es una alucinación absurda la mía, porque el General no debe escuchar la BBC ni tampoco sabe inglés, pero me conforta la idea de que si yo estoy inquieto, él lo tiene que estar aún más, me gusta conjeturarlo rodeado, sin que lo alcance a comprender, de los fantasmas de los hombres y mujeres que mandó matar. Me encanta pensar que éste es un regalo de Chile a la humanidad, un modo de devolver tanta solidaridad que se nos ofreció, que sea nuestro dictador el que facilite este inmenso salto adelante para la especie y su búsqueda a tientas de un nuevo tipo de jurisprudencia internacional, Pinochet como tan sólo el primero de tantos otros que deberán, en los años venideros, ser sometidos a juicio. O que, por lo menos, nunca más viajarán tan campantes a tomar té con Margaret Thatcher.

Mi júbilo tiene, además, una fuente más personal y hasta literaria.

Hace 25 años que me estoy preparando para este juicio, hace 25 años que sueño con esta posibilidad, interrogando al General en mi mente porque no podía interrogarlo en la realidad, mordiéndome la lengua y remordiéndome la conciencia, forzándome a aceptar que nunca tendría él que responsabilizarse del sufrimiento que causó, consolándome con que éste era el precio que teníamos que pagar para que recuperáramos nuestra democracia.

Deseaba yo con tanta desesperación este proceso a Pinochet y a sus diecisiete años de terror que lo profeticé, lo fui anticipando en mis escritos. Imaginé a una mujer, Paulina, que cree reconocer al hombre que la violó y torturó durante una dictadura demasiado parecida a la chilena. Hice que mi protagonista, tan consciente como yo de que el nuevo gobierno democrático tenía las manos atadas, secuestrara a ese hombre y lo sometiera a juicio en su casa, lejos de los ojos del mundo. Le di rienda suelta a mi Paulina, permití que ella le dijera a él todas las cosas que yo le hubiera dicho al General, que tantos hubiéramos gritado por las calles de Santiago si no hubiéramos sofocado nuestra esperanza y censurado nuestras palabras, si no hubiéramos temido desestabilizar la transición y provocar al monstruo.

Y, sin embargo, por mucho que dejé que mi imaginación se liberara, por mucho que saboreé la puesta en escena de una sociedad que invierte su estructura de poder, donde los perseguidos de ayer se transforman en los cazadores de hoy, aun en una obra teatral en que el autor supuestamente escribe lo que le da la gana, me encontré a regañadientes empujando a Paulina a una solución que ni ella ni yo queríamos y que no obstante parecía esperarnos inevitablemente, a ella y a mí y al pueblo de Chile. Tuve que rematar mi juicio imaginario en un desenlace que tomaba en cuenta la realidad de Chile y del mundo: mi protagonista, después de haber intentado restaurar alguna medida de justicia a una sociedad degradada, se encontró, al final de cuentas, en una sala de concierto donde tenía que cohabitar con el doctor que le había hecho un daño irreparable, tenía que respirar el mismo aire que él y escuchar a su lado la misma música maravillosa de Schubert, ambos compartiendo el mismo país desdichado y pacífico y mentiroso. En La muerte y la doncella, escrita en 1991, apenas comenzada la transición, no podía yo, como no podía tampoco Paulina, imaginar otro final. Y cuando filmamos la película con Polanski cuatro años más tarde, de nuevo se impuso la misma solución en que víctimas y verdugos conviven lado a lado incómodamente.

No estaba yo haciendo más que representar la tragedia de mi país y de tantos otros países de nuestro siglo impune, el hecho de que no podíamos enjuiciar a los torturadores.

En el caso de Chile, ése fue el pacto implícito que habíamos firmado, el consenso precario al que habíamos llegado. Nuestra ambigua libertad dependía de nuestra capacidad de tolerar la sombra del dictador, coexistir con su presencia y, de hecho, su omnipresencia. Coexistir con sus amenazas, con su incesante asalto a la memoria, con su exigencia de que las Paulinas de nuestro Chile fueran silenciadas y excluidas. Coexistir con sus nalgas firmemente, amargamente, instaladas en un sillón del mismo Senado que él mandó cerrar.

Ese inestable equilibrio que se había negociado en mi país es el que se rompió con la detención del dictador en Londres. Muchos me han comentado que era como si Paulina, a la manera de las doncellas de antaño, hubiera encontrado el amparo de príncipes justicieros: ante la insuficiencia de la comunidad chilena para enfrentar los crímenes cometidos, España e Inglaterra, actuando en nombre de la humanidad herida, en nombre de las Paulinas del mundo, terminaban haciendo justicia.

Sería estremecedor, por eso, que los Lores devolvieran el dictador a Chile, sería como si toda esta maravilla no hubiera sido más que un sueño trunco, un interludio donde por unos meses nos creímos el cuento de que no hay impunidad, para despertar y ver a Pinochet a nuestro lado en la sala de conciertos, en el Senado, en las calles de Santiago, esa injuria, esa burla.

Así que despierto cada mañana tempranito y espero el veredicto. Espero que el sueño nunca se interrumpa. Espero, como Pasa a la Paulina, que mis ojos se abran y vea al dictador todavía preso. Pero esa espera al lado de la radio es también, como yo mismo lo afirmaba, malsana y quizás enfermiza.

Porque me encuentro escuchando una radio extranjera para saber el destino de mi patria. Porque el juicio de Pinochet en otro país nos quita a nosotros la necesidad de enfrentar su procesamiento en casa, nos deja a solas con su sombra en vez de reconocer la presencia intolerable de su cuerpo. Porque es siempre más saludable y hasta más fácil luchar contra los cuerpos que desterrar y exorcizar las sombras. Porque me siento más pasivo que antes, más preocupado de Londres que de Santiago, demasiado dependiente de la madrugada de los Lores y la BBC y la lejanía.

Esto no significa que no vaya a dar saltos de regocijo y alaridos de contento, despertando a mi pobre mujer y a mis atónitos vecinos, si el día de mañana esa voz británica calmada y meticulosa anuncia que procede la extradición del general Pinochet, si los jueces en Londres anuncian al mundo de que toca a la humanidad juzgar los crímenes contra esa humanidad.

Pero a la vez sabré, mientras celebro, que queda todavía algo más urgente, urgente e impostergable: tenemos que encontrar el modo de enjuiciar nosotros mismos al General. Si lo devuelven a Chile, será una exigencia que nadie podrá ignorar. Después de tanta promesa de nuestro gobierno democrático de que hay condiciones para juzgarlo en nuestras cortes, sería una vergüenza que quedara libre, seríamos el hazmerreír del planeta. Pero yo siempre he pensado que es más importante otro tipo de juicio, y éste sí que no depende de la voluntad del gobierno o de la cooperación de la derecha pinochetista.

No necesitamos permiso de nadie para llevar a cabo el juicio más doloroso de enfrentar al tirano en nuestra conciencia, en la corte interior de cada chileno. Es una tarea pendiente, lo que le debemos a la historia, una tarea que hay que realizar sea cual sea el resultado del proceso que se realiza en Londres, sea que lo manden a Madrid o lo dejen libre.

Hagan lo que hagan los Lores, digan lo que digan la justicia de España, la responsabilidad última tiene que ser nuestra.

O nunca nos saldremos de la oscura órbita en que el general Pinochet nos tiene atrapados, la oscura y enferma órbita de su recuerdo y su poder en que seguimos atrapados.

Ariel Dorfman es escritor chileno. En su último libro, Rumbo al Sur, deseando el Norte, se cuenta cómo sobrevivió a Pinochet.

 

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